Al día siguiente yendo en el tren a la universidad tenía la sensación de que el mundo se agitaba turbulentamente sin sentido. Los diferentes paisajes desaparecían uno tras otro como si dejaran de existir para siempre. Nadie reparaba en ellos. Las personas reposaban en los asientos mientras los rayos del sol inundaban sus cuerpos.
La rutina de siempre: madrugar, vestirse, el café express y corriendo a trabajar en algo que no les llenaba. Saldrían del trabajo a la hora de comer, ansiando su siesta vespertina, para luego despertarse e ir a comprar la comida del día siguiente. Hacer la cena, ver el telediario y dormir.
Día tras día, interminablemente. No éramos más que unos sims puestos a disposición de alguien superior que permanecía oculto partiéndose el culo con el juego que había ideado. En esos momentos detestaba la humanidad y amaba la naturaleza que se hallaba tras la ventana.