La escritura es el único lugar en el que puedo ser absurda y sin embargo, parecer inteligente. Puedo parecer absurda porque no escribo para nadie, escribo para mí misma. Me da igual mi ridiculez. He de amarla. Lo que ocurre es que en el acto de pronunciarme, mi conciencia entiende que las palabras tontas apuntan a algo mucho más profundo que su mera expresión. Sí, algo realmente profundo. Escribo porque no sé a quién contarle las transiciones, los viajes insólitos, las muertes prematuras, los modos en que mi cabeza viaja de una estación a otra entre la comida y la cena, los tiempos en que la voz de mis entrañas parece no tener receptor, y quizá esto tan solo sea un ejercicio ortopédico para no volverme loca, un páramo donde deposito la sed y en cambio bebo, como aquella pedanía inexistente en la que un día, de pronto, alguien encuentra agua.