Eres mil quinientos ochenta y ocho peces resbalándome en la nuca. Y al escribirlo me haces cosquillas con tu baile de pez risueño, con tu sonrisa embriagada de sal, con tus ojos de oleaje y océano, con tu salto de delfín.Fue tu disfraz del que me enamoré, porque ibas disfrazado de Posibilidad, a pesar de que nunca te diera por ser todo lo que serías capaz de representar. Por eso luego, y ahora, me hastío de tu tormento, de lo negro, de lo opaco. Porque me cuesta diferenciar: saber si andas detrás de los corales o me buscas en la espuma o sedimentas en la roca porque ya nada te hace vibrar o te resulta o qué sé yo y yo qué se.
A veces, incluso, me pregunto si soy yo el tiburón y te diera miedo que mi desesperación te coma como come el amor lo que ansía. Y llego a entristecer porque sé que eres delfín y sé que sabes que yo también lo soy, ¡y que podríamos saltar!, saltarnos, reírnos, chocarnos y volver a caer; pero tengo, tengo la maldita sensación de que para ti no es suficiente. Para ti no es suficiente mi desesperación: un ser voluptuoso, con frenesí, letargo y lapso de tiempo. Porque para ti, lo que es suficiente es no hacer alardes de niña.
Por eso a veces, me riño, porque no quiero ser el tiburón obsesionado, porque la obsesión es obscena, ¡la vi tantas veces en otros!, y créeme que me detesto, pero lo cierto y lo peor es que tampoco me haces desear ser el delfín. Y entonces me matas de frente y de espaldas:
De frente matas mi abrazo risueño de faisán dorado, alado, rasgado luego de espaldas, con tu regañina paternal de no lanzar las alas tan alto.
¡Odio tanto tu contradicción, tu perfecta intimidad! Quizá eres tú el que no acepta esta acrobacia, este continuo mutar, esta pureza tan mía de soñarte y hacértelo saber como una loca de remate. Y en el fondo, los dos sabemos, que lo hago de un modo perturbado y esquivo. Dejando silenciosas pistas que aun así te abruman.
En vez de poética, de repente la conquista te parece inmadura. Quizá te abrumes, no solo por ti, también por tu novia, a la que quieres y a la que no serías capaz de abandonar. Y entonces me sentencio como si me juzgara con tu baile ebrio y ya no sólo con mi ebria manía de despojarme del ser a pedazos –no me digas que repito la palabra ebria, lo hago porque sé que te gusta, cobarde-, como si me juzgara con tus ojos y tu corazón que se desborda como el mío, y llego a la conclusión de que no aceptas esa parte de ti que te compromete con la inestabilidad, el riesgo y la pasión; y entonces tampoco aceptas mi modo de quererte.
Pero, ¿sabes qué?, escucha a esta loca: algún día dejaré de hacerlo y quizá empieces a replantearte, qué se yo, la vida, lo del amor, dejaré de quererte con el corazón en la boca – enmudecido y gritando-, y todas esas cosas secundarias que tú dices como los besitos en el cuello y la falda en las tetas y la estupidez en tu voz que se niega y me niega una vez detrás de otra. Secundarias, dices. Algún día llegarás a asumir que a veces el pez sueña ser tiburón y el tiburón pez, y los dos delfín, y el delfín, tú. A asumir que como no te aceptes nunca en tu despliegue yo nunca te amaré del todo, y entonces sí, podrás asustarte, esta vez sin poder ponerle límite al dolor que supone hacerlo.