Teníamos 6 años.
Tú eras el único niño del patio que jugaba a las canicas, yo era la única niña del patio que llevaba un uniforme tres tallas más grande. Todavía me acuerdo, siempre iba arrastrado aquel uniforme coleccionando cortezas y resinas de árboles. LLegaba a las fuentes y llenaba el cubo de agua para seguir haciendo potatos de arena. Luego sacaba la lengua y la mojaba junto a los labios para quitarme la arenilla. El agua me hacía cosquillas, reía y mis dos coletas rubias chocaban. Entonces llegabas tú con tus grandes ojos verdes:
“¿quieres una canica?”, me decías, arrodillándote como un príncipe,y yo me iba corriendo
con mi cubo de agua y mi uniforme gigante.
“¿Te ha dado J alguna canica hoy?”,
me preguntaba mamá al llegar a casa,
descalzándome los zapatitos.
Y yo le enseñaba absorta,
víctima ingenua de mi mundo mágico
un ojo de gato
verde, amarillo, profundamente rojo:
el misterio del mundo estaba allí.
Le enseñaba tus canicas como si fueran diamantes con los que terminaría haciéndome un collar
que brillaría en el mi cuello el día que me casara contigo.
De pequeña me pasaba el día soñando,
y no, no quería que fueras mi príncipe azul,
tan solo que nos castigaran juntos
para quedarnos, ahí, en la ventanita.
Con los años me fui dando cuenta:
el amor era una trampa.
Verás,
cuando era niña
yo imaginaba el amor
como las sopas de los niños huérfanos
que veía en las películas de 1946:
todo calentito y en calma
lo que descubrí después
–el primer día que me predestiné a la guerra–
es que el amor se tambaleaba en todas las cosas
y el cuenco de la sopa rompía las paredes
con un maquiavélico frenesí rojo.
Cuando cumplí 16,
fuimos al parque Gadea,
nuestros padres hablaban del gobierno
en una terraza triste
y tú me besaste
y luego dijiste algo así
como que las libertades chocaban al autoproclamarse libres:
tal fue tu filosófica felicitación
que tuve que esculpirla a fuego en algún lugar de mi cuerpo.
Eras muy listo.
Te sabías tan mío.
Pobre tonto.
Tratando de explicarme tu absurda teoría sobre las ventanas infinitas.
Eras un crío.
y yo asentía a tu amor como una discípula.
A los 18 años te dije que te quería ❤
-con todo lo que suponía querer a esa edad–
y tú desapareciste,
desapareciste justo en el momento
en el que quise ser feliz
como los soles y los gatos con bolas de lana.
Creías que depositaría en ti todos mis sueños.
¡Te metiste tan dentro de ti!,
todos hablaban de lo que costaba verte.
Empezaste a estudiar Filosofía:
Habías construido un yo tan único, tan inmortal.
Creo que proyectaba en ti mi propia luz:
yo quería que mi ventana fuera infinita como la tuya,
pero simplemente no entendía la vida.
Me hiciste creer que en la libertad no había dolor,
pero algo se rompió en mí el día que dijiste que no querías tenerme:
aquel día abriste una herida en mi alma.
Te amé y te odié por las mismas cosas.
“Yo tampoco quiero tenerte”.
Hice una pompa de gigantesca mentira rosa.
Me había convertido en una extensión de tu ser.
Solo sabía repetir lo que tú decías.
“ Ni siquiera eso me causa dolor,
-pausa-
me causa más dolor pensar
que no podemos tenernos
a nosotros mismos,
-pausa-,
hay que amar a alguien con el amor
y no con la duda,
tienes que saber si la duda es tuya
o del resto,
-pausa-
pero acuérdate:
si amas, no dudas ”
Me temí lo peor:
hasta entonces yo no había dudado nunca.
Y ahí estaba,
fingiendo que no me dolía tu terrible presencia,
Pasé
trescientos
sesenta
y cinco
días
ensayando cómo ser más mía que tuya.
“Es el precio de la libertad,
deberías estar feliz por no tenerme”.
Eras un canalla, un malcriado, un pedante.
Y te amaba.
«Estoy muy feliz, soy libre, ¿qué más quieres? ”,
y con el orgullo en mis pies,
desaparecí por un tiempo.
Crecí a tu lado creyendo que siempre ibas a regalarme a mí la canica,
había depositado en ti el poso cultural de pertenecer a alguien que completaría mi vida.
Pero si una cosa fue espantosa
y desesperadamente
cierta,
es que acudí a mi propio entierro
el día que besaste
a aquella chica.
El día que besaste a aquella chica
me pasé vomitando la noche entera
vomité tus canicas,
vomité tu voz
vomité tus ojos
vomité tus besos
vomité incluso,
tus manos en mis braguitas.
Hasta entonces yo solo
había vomitado la escuela
había vomitado la voz de mi padre
había vomitado la ausencia materna
pero tú
tú me hiciste vomitar
la blanca paloma
que habitaba
mi cuerpo.
Quería vaciarme e ti
y llenarme de una libertad
infinitamente blanca:
quise desaparecer.
pero extendí la soledad
hasta convertirla en una manada de cuervos
El día que besaste a aquella chica,
entendí de golpe todo lo que me dijiste,
todo lo que trataban de decir tus palabras,
entendí muchas cosas
entendí que el dolor
habita en quien ama,
pero
si hay algo que comprendí
profundamente
cuando te fuiste
es que a partir de ese día
iba a tener que amarme
incondicionalmente
a mí misma
porque si algo era cierto es que
el resto de mi vida
no iba a pasarlo contigo:
iba a pasarlo conmigo.
Joder, me ha tocado la patata.
=)
Enhorabuena. Eres una gran escritora.
gracias José Gabriel 🙂
Es difícil expresar sentimientos tan fuertes con palabras – y estilo – tan suaves. Todo un arte. Sigue escribiendo. Felicidades
gracias Pepote 🙂
Estoy literariamente enamorado de ti…
Eres la mejor del panorama literario en lengua castellana. ¡.Enhorabuena¡
wowww!, no lo creo, pero gracias Luis 🙂