Enredarnos fue fácil, desenredarnos un jeroglífico.

¿Sabéis qué? fue imposible lidiar con aquel agujero negro que nos absorbía, fue imposible lidiarnos, tras un nihilismo decadente no creció la flor.

Enredarnos fue fácil, desenredarnos un jeroglífico.

¿Cómo desenredarte de alguien que tiene en la sangre tus mismas creencias, el mismo amor por la vida muriéndose? Me lo preguntaba al lavarme la cara en el lavabo. Con gua muy fría. Luego me miraba al espejo y mis ojos no decían nada. Lo bien que nos lo pasábamos era lo mal que lo pasábamos después. Creo que los dos nos estábamos dando esa falsa oportunidad de vivir el presente como si los excesos regalaran libertad. Los excesos regalaban libertad, sí, y también cárceles.

Los excesos de libertad crean carencias.

Y así me predestiné mi Titanic particular: me helé, me congelé de sinusitis de hielo en los huesos y ni abrazándonos entrábamos el calor. Porque cuando más te aferras a alguien a expensas del mundo, más cerca está precipicio. Claro que eso fue al final. Ni siquiera entrábamos en calor porque estábamos muertos, como madera flotando en el abismo, en aquel mar de vida de alma de vapor de llanto evaporado de todo lo que lo intentamos de llagas de fuego de calor humano de herida abierta de sangre de venas de quiéreme de inténtalo al menos de déjalo por mí que salimos de esta, pero no.

Como los muertos que se pinchan heroína para creer que están vivos, nos intentábamos buscar la sonrisa en cualquier reflejo del ojo, en cualquier esquina del cuerpo, en los vértices de los dedos, en las yemitas soplando molinillos. Y lo peor de todo es que nos reíamos. Y si no la encontrábamos, siempre había alguien que nos sonreía. El cinismo de siempre. Nos sonreía alguien que estaba en las mismas.

Conocíamos el reflejo de jugarse la vida.

Mirando al suelo: la ausencia del polvo, el crepitar del polvo, el polvo del polvo. ¿Qué éramos nosotros sino nuestras mismas manos blancas y secas? La tiricia del polvo, el mismo polvo.

Algunas noches, después de hacer el amor, nos reíamos muy fuerte. Como si nuestra risa fuera capaz de encender otra luna en la noche, y la misma luna fuera un simulacro, una mota de luz que desaparecía al apartar la vista. Vivíamos a destellos. Pensábamos que todos los demás seres humanos sobre la faz de la tierra estaban equivocados:

con sus vidas llenas de cosas y sus cosas llenas de nada.

Creo que esa era nuestra forma de pasar los días, hablar de lo jodidos que estaban los seres humanos en general, como si nosotros, enfermos de vida, enfermos de ser –del ser puro- nos hubiéramos salvado de la superficialidad que corrompía cada rincón planetario. Y nos dormíamos así, reflejados en ese universo que nos colmaba de estrellas. ¿Qué amor nos quedaba sino el más lejano? El amor hilvanado, materia pura condensada y distante. ¿Qué nos ataba a la vida si no nos atábamos a nada?

Todo era posibilidad.

Pero me daba miedo no saber cómo tenía el corazón dentro del pecho, me daba miedo no saber qué aspecto tenía mi vida ahí adentro. Quizá me vería como una pequeña cerilla a la que le han crecido extremidades y corre el riesgo de prenderse por el fuego vivaz –espontáneo- de la vida que no arde, de la vida que prende por desgaste. Una pequeña cerilla –traviesa e inocente- que se ha escapado de la caja, y baila y ríe en la noche creyéndose valiente por alejarse de eso que llaman mundo.

Debía de estar escrito en algún banco, que tenía que enamorarme de él. Os juro mostrando todos los dedos –destapadme, incluso, los pies- que las tardes a su lado eran como el fósforo.

 

 

Estar con él era desear nacer otra vez, de la misma forma, con el mismo destino,

para repetir cada instante.

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