*He visto este escrito en una de mis redes sociales, del año 2015. Dejo la versión en crudo y la versión actualizada hoy mismo:
2015
Saltaba todas las vallas y era mentira. En las gradas había personas que parecían muñecos con cabezas gigantes. Tenían la piel «rosísima», como un chicle de fresa. Tenían una broma de mal gusto en sus bocas, como si solo ellos supieran que en realidad no estaba saltando ninguna valla. Como si me estuvieran señalando desde allí con una gran carcajada hueca. Y yo escuchaba mi respiración y su eco, el latido de mi corazón y su eco, mi vida y su eco. Sentí que de pronto me sangraban las piernas, y estaba exhausta. Exhausta de que toda mi vida hubiera sido la representación de una obra y nadie hubiera sido capaz de levantar el telón y presentar el espectáculo. Seguramente habría salido yo, creyendo que saltaba todas las vallas, y los muñecos con sus cabezas gigantes y sus ojos gigantes y sus bocas gigantes de angustia, se estarían revolcando en las butacas aplaudiendo lo absurdo, el hueco estrellato. Yo supongo que se reirían porque a la vez que corría, mi carita no paraba de girar para mirarles de frente y sonreírles como un bufón; seguramente cada tres vallas me sacaría del bolsillo del fraude, suspirando, una bolita roja de espumillón para colocármela en la nariz, y saludaría con la mano a la grada, mientras a las articulaciones de mis piernas se les caían los tornillos y la sangre estaría fusionándose con las resinas de los polímeros hechos caucho, fusionándose como se fusiona el dolor a la vida, haciéndolo cotidiano.
Debo de estar haciéndolo bien, me decía, sus caras están cada vez más rosas y sus cuerpos parecen retorcerse, “ahora sácate la piruleta” y simula que todavía te sigue apeteciendo lo dulce, pon esa vocecita que te sale cuando le das al botón automático, pon la sonrisa de Duchenne: eleva la comisura de los labios, contrae los músculos orbiculares y nadie se dará cuenta de que lloras. Alguien retransmite la competición por el megáfono, anuncia que vas a ganar y los muñecos con cabezas gigantes te siguen con su carcajada hueca, lo celebran, tiran confetis, soplan silbatos con trompas de elefanfes apapeladas que se estiran sin expresión. Porque el papel no siente. Y tú sigues corriendo, pálida y sonriente. Los grandes focos te disparan con su luz de divina victoria y en ese flash se cuelan parpadeantes tus fiestas de niña con antifaz y piñata.
Tragas saliva y sigues corriendo. Descompuesta, te dices que ya queda menos. Siempre queda menos. De pronto la cámara que te apunta, se aleja, enfoca la pista de atletismo desde lo alto, y está vacía. Alguien sube el telón en un anfiteatro y no hay público. No hay muñecos con cabezas gigantes. No hay ojos. Nadie se ríe. Solo estás tú. No estás soñando. Solo estás tú.
2025
Saltaba todas las vallas. Era mentira. Nadie lo sabía. En las gradas había personas que parecían muñecos con cabezas gigantes. Tenían la piel muy rosa, como un chicle de fresa. Albergaban una broma de mal gusto en sus bocas, como si en el fondo solo ellos supieran mi secreto: en realidad yo no estaba saltando ninguna valla. Como si me estuvieran señalando desde allí con sus bocas, con una mueca perversa, una gran carcajada hueca. Yo escuchaba mi respiración, y también su eco, el latido de mi corazón y su eco, mi vida y su eco. Sentía que de pronto me sangraban las piernas y me quedaba exhausta. Exhausta de que toda mi vida hubiera sido la representación de una obra y nadie hubiera sido capaz de levantar el telón y presentar el espectáculo. Seguramente habría salido yo, creyendo que saltaba todas las vallas, y los muñecos con sus cabezas gigantes y sus ojos gigantes y sus bocas gigantes de angustia, se estarían revolcando en las butacas aplaudiendo lo absurdo, el hueco estrellato. Supongo que se reirían porque a la vez que corría, mi carita no paraba de girar para mirarles de frente y sonreírles como un bufón; seguramente cada tres vallas me sacaría el fraude del bolsillo, suspirando, me sacaría una bolita roja de espumillón para colocármela en la nariz y saludaría con la mano a la grada, a todas las butacas, mientras a las articulaciones de mis piernas se les caían los tornillos y la sangre estaría fusionándose con las resinas de los polímeros hechos caucho, fusionándose como se fusiona el dolor a la vida, haciéndolo cotidiano.
Debo de estar haciéndolo bien, me decía, sus caras están cada vez más rosas y sus cuerpos parecen retorcerse, ahora sácate la piruleta y simula que todavía te sigue apeteciendo lo dulce, pon esa vocecita que te sale cuando le das al botón automático, pon la sonrisa de Duchenne: eleva la comisura de los labios, contrae los músculos orbiculares y nadie se dará cuenta de que lloras, de cuánto lloras.
Alguien retransmite la competición por el megáfono. Anuncia que vas a ganar y los muñecos con cabezas gigantes te siguen con su carcajada hueca. Lo celebran, tiran confetis, soplan silbatos con trompas de elefanfes apapelados que se estiran sin expresión. Porque el papel no siente. Y tú sigues corriendo, pálida y sonriente. Los grandes focos te disparan con su luz de victoria divina y en ese flash se cuelan parpadeantes tus fiestas de niña con antifaz y piñata, un eco de felicidad. Tragas saliva y sigues corriendo. Descompuesta, te dices que ya queda menos. Siempre queda menos. De pronto la cámara que te apunta, se aleja, enfoca la pista de atletismo desde lo alto, y está vacía. Alguien sube el telón en un anfiteatro y no hay público. No hay muñecos con cabezas gigantes. No hay ojos. Nadie se ríe. Solo estás tú. No estás soñando. Solo estás tú.