Entré al videoclub porque llovía. Bueno, no solo porque llovía. Antes había ido a una tienda de vinilos muy estrechita, pero de pronto estaba cerrada: cerrada como una tumba, blindada como un mausoleo, olvidada como un vieja farmacia con la fachada de azulejos desconchándose en apenas pasaran tres meses. Había dos ramos de flores –secas, mustias, pálidas, casi no pude olerlas– sostenidas en los huecos de la verja metálica. Y varias notas: “Paco, te echaremos de menos”,“Paco, cuidaré de no sé quién por ti”. “Paco, descansa en paz”. Me quedé mirando aquella tumba con forma de tienda de vinilos muy estrechita. Sujetando en una mini bolsita zen –de 10 x 10 cm- el soporte de la aguja de mi vinilo. Iba a preguntarle a Paco si sabía dónde podía conseguir otra que encajara, porque la que tenía se había deshecho como un terroncito de azúcar en leche caliente, o más bien, ondulado como un alambre débil ante el viento soplante de mi habitación en modo Tim Burton.
Pero Paco estaba muerto –seco, mustio, pálido, casi no pude olerle-. Había pasado por allí hacía dos días y hacía dos meses y hacía dos años. Y Paco siempre estaba vivo. Y la tienda siempre estaba abierta. Y ahora, ahora todo había muerto. Ahora todo estaba muerto. Muerto del todo –exánime, fallecido, desértico-. No sólo había muerto Paco. Me entró una tristeza horrible delante de aquella tienda de vinilos muy estrechita. ¡Había sueños tan grandes ahí adentro! Se habían deslomado 40 cajas de vinilos que sostenían el baile del humo al ritmo del jazz; del blues se descolgaba Nostalgia sin dejar de hilvanar comisuras, sigilosas, espiando mil fundas -psicodélicas, pop, surrealistas- y yo estuve ahí y te prometo que la música de pronto gemía más y mejor, como una leve orquesta orgiástica.
Pasaban andando personas y parecía que Paco no había muerto. Porque la muerte es silenciosa y los tacones hacían procesión de cita, de súper, de recado a última hora, y los constipados sugerían enfermedad y no muerte. Pasó andando un señor y me miró la boca entreabierta, el corazón entreabierto; yo estaba pálida y desdoblándome, igualita a un rollo de papel al que estiran y sigue teniendo infinita y absurdamente el mismo rostro. Así que pensé que esa noche cambiaría la música por una película y se la dedicaría a Paco y a su tienda. Además, había empezado a llover. De repente el inmenso manto azulado fue testigo de todos los vinilos que habían dejado de rodar en una tienda muy estrechita y todas las estrellas chispeaban adioses o bienvenida o qué sé yo del espíritu. Quizá fue Paco, que ya había llegado allí arriba y ahora estaba llorando, y a mí me apeteció sonreírle como diciéndole que su tienda estrechita no muere, “que no muere, Paco, que no te pongas triste, que los vinilos se rompen”.
Así que entré al videoclub y le pregunté a la mujer que atendía:
-¿Tiene alguna película donde salga alguna tienda de vinilos?
-¿Cómo?
-¿Tiene alguna película donde se haga una ovación a los vinilos, me refiero, a la música, pero con especial ovación a la analógica, de tocadiscos? –dije, como incitando a la resolución de un acertijo.
-No sé a qué te refieres –dijo seria, y se rió.
-Ya, perdona, ¿tiene alguna película de…?
-¿… Edith Piaf? -alguien interrumpió con un acento raro.
Me di la vuelta. Era un chico jovencito, raro y jovencito. Y raro. Y también jovencito. Y raro para lo jovencito… Y muy jovencito para lo raro… de su expresión y su voz, que eran muy raras y muy de haber cometido en un cuarto de vida mas de tres pecados capitales. Y a la vez, aquel chico era tierno como una rebanada untada en mantequilla y mermelada de fresa.
-Eh… -susurré en un desliz de la voz.
Y el jovencito raro dejó caer en mis manos una película, y antes de mirarla ojeé de soslayo su sonrisa traviesa y sus ojos redondos, pensé que no pasaría de los veintiuno. Miré la película:
-La vie in rose, por Oliver Dahan –seguí susurrando.
-La vida en negro -expresó atrevido el jovencito, e hizo una mueca rara con la boca.
Todo era raro en él. Era tan raro que en vez de prestar atención a aquel cambio de negro por rosa y al acierto de su arrojo ofreciéndome la película, le pregunté directamente de dónde era.
-La France –dijo sonriente.
-Pareces sacado de una película de Xavier Dolan -dije. Debía de tener una cara de tonta como de aquí a París y de París a vete a saber tú dónde.
-¿Ah sí? –preguntó o más bien afirmó-. Soy actor –declaró después, y miró la película que tenía en mis manos y yo también la miré y la mujer del videoclub también la miró. Entonces yo estornudé. Estornudé como cuatro veces, como si de pronto quisiera ganar un concurso de estornudos, y el jovencito empezó a reírse. Le dije que ese día tenía una alergia tremenda pero que no sabía exactamente a qué se debía porque hacía un año que había ido a pedir cita para hacerme la prueba de las alergias y todavía no había ido.
-Creo que ya no me espera -acabé de decirle, irónica.
-¿Cómo?
-El médico, que creo que ya no me espera – bromeé.
-Ah, no, no te espera -dijo él, serio.
-La vie en rose… – susurré por tercera vez. Hay personas que solo te hacen susurrar.
-Igual te cura la alergia – dijo. Y sonrió. Y sonreí. Y la mujer del videoclub también sonrió.
-A no ser que le tengas alergia a la tristeza –terminó de decir, y entonces nos miramos a los ojos como tres segundos y medio, no llegó a cuatro. Pensaréis que son pocos segundos pero a mí me parecieron como ciento veinte.
-Todos los grandes tienen unos orígenes de …mierda -dije, cabizbaja, interrumpiendo aquello que se estaba tejiendo en la distancia que iba de sus ojos a los míos.
-Pero no te pongas triste aún – adivinó. Y volvimos a mirarnos otros ciento veinte, treinta, cuarenta… y entonces perdí la cuenta y me vi la tristeza en sus ojos. Tragué saliva. “Es que Paco ha muerto”, me apeteció decirle de pronto, pero no lo dije. Lo reconozco, estaba asombrada. Estaba asombrada ante la presencia de aquel chico, y eso que le debía sacar como tres años. Y eso que a mí pocas personas me asombraban ya y eso que asombrar era sinónimo de fascinar, maravillar, deslumbrar, extasiarse. Pero su ser, su estar, su estela, la tela de su piel, la piel de su voz, la voz de sus ojos, sus ojos verdes… era como una de esas preciosas tacitas que un día descubres en un viejo armario: pequeñita, delicada, atrevida. Y entonces te enamoras de ella, de una cosita diminuta que representa a la perfección un gesto sutil, un aura indescriptible. Aquel jovencito era una tacita única y seguramente habría pasado desapercibido ante los ojos de cualquiera, como un genial trompetista tocando en un metro decadente a la afueras de París. Yo estaba flechada de su esencia, flechada de su cuerpo hecho espíritu ahí parado, al lado de la enorme estantería de películas de Tarantino, Haneke, Polanski, con esos ojos tan raros y esa boca tan rara y … Y entonces hizo un gesto: deslizó su dedo pulgar e índice, por la barbilla, de una mejilla a la otra, y me dijo, sin ningún tipo de pudor:
-Eres muy guapa -Y sonrió mucho. Sonrió mucho su boca y sonrieron mucho sus ojos. Y yo también sonreí, dulce, y enseguida se me disparó la voz:
-¡Tú también!
Y no había en su halago ningún intento de ligar conmigo, sino más bien la sinceridad de un niño de seis años que se hace pipí encima y lo grita en misa. Y tampoco yo había querido ligar con él diciéndole lo guapo que era; más bien había querido decir: “Me encantaría tomar castañas contigo, pasear y que me hables de la tristeza, y que me preguntes a cuál de esos personajes de Dolan te parecías”. Había algo mágico en aquella escena, como en esas partes de las películas de las que también te enamoras, aunque los protagonistas ni siquiera hablen. Fue inevitable que súbitamente yo estuviera -imaginé- en sus brazos, como en uno de esos planos de Los amores imaginarios, tratando de adivinar qué le habían echado a sus ojos, si diamantes o dementes, si un montón de cuerdos quejándose del hechizo o una cuerda azul para que yo me asomara y cayera al cielo, como si al cielo pudiera caerse, como si en un instante yo pudiera ponerme así de tonta. Hasta que… una chica pelirroja apareció al otro lado de la puerta del videoclub e hizo un gesto al chico para que saliera. Y entonces el chico se llevó la mano al pecho, suspiró como si le hubiera saltado el corazón de repente, se inclinó hacia delante, volvió a sonreír sin mirarme y salió por la puerta. Y yo me quedé quietita. Me quedé quietita del todo y el chico y la chica ya se habían ido. Me di la vuelta y la mujer del videoclub me miró cómplice por encima de sus gafas.
-Qué… qué chico más peculiar, ¿verdad?, o sea, no sé si es que soy yo o… -dije dubitativa, escudriñando lo ocurrido a través de los ojos.
-Era un poco… rarito – dijo la mujer, meneando ligeramente sus rizos, como refunfuñando.
-Ya… -Me froté la frente. Quise decir: “Ya, pero es que rarito merece muchas más connotaciones artísticas, espirituales, bucólicas», pero no lo dije porque en ese momento habría sonado bastante gilipollas y porque además, siempre me gusta soltar algo que pienso, ver que la otra persona no piensa igual y entonces cerrar la conversación con un simple “ya” para darle la razón. Eso me encanta. Suelo hacerlo a menudo. Y luego, a solas sigo imaginado la historia, preguntándome, en este caso, de dónde habría salido aquel chico. Ni siquiera me dijo de qué parte de Francia era, pero sabía que era actor y que su voz tenía el tacto del melocotón y sus ojos la levedad de las olas justo cuando van a caer y caen y entonces él parpadea y ¡chas!, yo me mojo. Me pregunté cómo sonaría su nombre en su boca, mi nombre en su boca. Me pregunté cuál sería su nombre. Me pregunté si él se habría preguntado cuál sería el mío. Apuesto a que habría sido capaz de adivinarlo. Apuesto a que su nombre era más corto el mío y quedaría mejor detrás del mío y sobre el mío y anudado al mío; y todo lo que pudiera hacer con mi nombre: acariciarlo, rasgarlo, desplegarlo como si de de un boomerang se tratara y lanzarme lejos para regresar de nuevo al punto de origen: entre sus manos.
El resto era poesía. Paraíso insondable sin la mística. Cada ausencia tiene la suerte de regalarte un poquito de musa. Y además, iba a ver La vie en rose.
Qué fácil se olvida una de la muerte de alguien que ha pasado media vida en una tienda de vinilos muy estrechita.
https://www.youtube.com/watch?v=3UpPDxTe-F8&feature=youtu.be
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Besitos, Cibernéticos! ♡
Flor, la verdad que me estás sorprendiendo muy gratamente, me gustan tus historias y como las vas hilando poco a poco.
Enhorabuena por decidirte a abrir el blog y espero que sigas así, porque tienes un estilo muy personal y eso siempre es bueno 🙂
Jone! (: qué bien! gracias!
Realmente entrañable este texto, que rezuma poesía, amor,tristeza y vida.
Hola guapa, me ha encantado la historia del vinilo, ya me había dicho una persona a la que las dos queremos mucho que tenías algo especial, y he podido comprobarlo.
Te sigo. Mua